Cual moderno Alonso Quijano, Don Federico el Sombrerero, se había vuelto loco de tanto leer los innumerables libros de su atestada biblioteca. O al menos esa era la opinión de la mayor parte de los habitantes del pueblo montañés donde vivía.
Por descontado que a él no se lo decían, pero era comentario común en la tienda de ultramarinos, en la verdulería, en la farmacia y sobre todo en el bar: “Don Fede no está bien de la cabeza. El otro día fui a su tienda a recoger una gorra nueva que le tenía encargada y me la había hecho con dos viseras. No es de fiar”
Claro que a Don Federico le traían sus vecinos totalmente sin cuidado. Él se pasaba las noches leyendo y rebuscando en los antiguos tomos que pertenecieron a su ta-ta-tarabuelo –fundador de la primera sombrerería de la región- con la esperanza de encontrar los patrones y características de un sombrero muy especial, un sombrero que le solucionaría para siempre cualquier tipo de problema.
Supo de tan misterioso objeto cuando su propio padre, en el lecho de muerte, le habló de él: “hijo mío, yo no he sido capaz de encontrarlo, pero un antepasado nuestro, cuando hacía la mili en Ceuta, compró a un viejo derviche mahometano un antiguo libro con las instrucciones para hacer un Sombrero Mágico capaz de conceder todos sus deseos al que lo llevara puesto.”
Y bien mágica debía ser la cosa, ya que el citado libro se las había apañado para esconderse en la biblioteca de la casa, hasta el punto de que nadie pudo encontrarlo… “de momento”, como don Federico argüía a todo el que quería escucharlo.
Pero siendo Dios bondadoso con los niños y los locos…finalmente el documento perdido apareció. Como tenían que haber supuesto, no era un libro, sino un pergamino, que había sido camuflado astutamente en forma de forro de otro volumen sin importancia titulado: “TRATAMIENTO DE LAS VERRUGAS A BASE DE AJO Y PAN DE HIGO, por el herborista Nicomedes de La Alpujarra”
Lleno de alegría y para estudiar a conciencia su hallazgo, el sombrerero puso un cartel en la puerta con el aviso: “CERRADO POR REFORMAS”. Después, a pesar de estar en pleno verano, cerró todas las ventanas y provisto de una enorme lupa de sus tiempos de filatélico, inició su tarea con toda la meticulosidad de la que fue capaz. Para ello y dado que el texto estaba en árabe, buscó en las estanterías un antiquísimo diccionario Español-Mojamé / Mojamé-Español y extendiendo el documento sobre la mesa de su despacho inició su nada fácil tarea.
Los demoledores efectos del tiempo habían dejado sus huellas en forma de manchas y grietas que dificultaban la identificación de algunos caracteres, pero gracias a su tesón y a ciertos conocimientos de lenguas orientales que poseía por sus constantes lecturas, pudo finalmente traducir razonablemente lo que tanto deseaba. Y ahí empezó su desilusión.
Porque las instrucciones y medidas para fabricar el Sombrero Mágico se comprendían sin dificultad, pero entre los materiales a emplear se citaba literalmente: “unas hojas verdes del Árbol de la Ciencia, cogidas una noche de luna llena.”
Don Fede al principio se quedó perplejo, pues nunca había oído hablar de tal árbol. Si acaso le recordaba al famoso árbol prohibido del Edén, pero aquel, era también “del Bien y del Mal” si no recordaba mal, y desde luego no tenía ni idea de dónde podría encontrarlo. Pero no se desanimó. Decidió seguir descifrando el pergamino hasta el final, sobre todo unos renglones que tenían aspecto de ser así como versos. Y tras dos semanas de sudar, malcomer y maldormir lo consiguió. La traducción, poco más o menos decía así:
"Es el Árbol de la Ciencia
un árbol particular,
si lo buscas con paciencia
junto a ti lo has de encontrar"
“¿Pero cómo que junto a mí, córcholis? – masculló Don Federico- El único árbol que tengo en el patio de mi casa es un olivo, y que yo sepa no tiene nada de mágico”. A punto estuvo de dejarlo todo, pero agotado como estaba, se quedó dormido en su sillón durante varias horas. Cuando despertó, pensó que valdría la pena probar suerte. Fabricaría el sombrero y lo coronaría con unas hojas de su olivo…o del árbol que primero encontrara. Igual funcionaba.
Y así lo hizo. Con su experiencia de tantos años fue recortando los patrones en las distintas clases de material prescritas: terciopelo, percal, cartón-piedra, badana y tela de lana a cuadros.
La forma definitiva resultó bastante extraña, con 3 picos contrapuestos, pero cuando finalmente cosió en su parte superior unas hojas de su olivo, ocurrió el fenómeno: ¡Todo el sombrero cambió de estructura y color, adquiriendo firmeza y tomando un tono dorado que producía brillantes destellos!
Atónito y maravillado, nuestro hombre no quiso encajarlo en su cabeza. Como bien recordó, aún le faltaba por traducir un último párrafo del pergamino. El de las instrucciones de uso.
A ello se puso de inmediato, y conforme lo iba consiguiendo volvía a decepcionarse. Según los arábigos trazos, los deseos que el Sombrero Mágico concedía se limitaban a uno, y además debido a la crisis no podría pedírsele dinero. Sólo objetos materiales. Además, su poder cesaría una vez transcurrida una hora desde su activación.
La verdad es que la magia de aquel sombrero no era nada del otro mundo, o quizás después de tanto tiempo estaba caducado de fecha -pensó Don Federico- Había no obstante que decidir rápido. Para ello, lo primero era despejar un poco su cabeza ya que el calor en el interior de la casa era insufrible en aquella siesta del mes de Agosto. Abrió pues todas las ventanas Y se puso a pensar:
¿Pediría un yate bien grande y lujoso, con mucha eslora y mucha manga?
Desde luego, no. Recordó que él se mareaba y además no le gustaba el pescado.
¿Pediría un buen coche?
Para qué, si nunca había aprendido a conducir. Tendría que contratar un chófer y darlo de
alta en la Seguridad Social. No interesaba.
¿Un buen reloj inglés de pared, con su carillón imitando al Big Ben?
Sería un incordio. No le dejaría dormir con tanto ruido.
¿Pediría……, pediría…...?
Y a nuestro indeciso sombrerero se le fueron pasando los minutos sin darse cuenta. Cuando miró el reloj se dio cuenta de que apenas le quedaban un par de minutos para la caducidad milagrera.
Y mientras se secaba el sudor con su pañuelo, se decidió: Encajó bien el Sombrero Mágico en su cabeza y pidió… ¡una horchata bien dulce, bien grande y bien fresca! En cuanto lo hizo, el sombrero se desarmó con un crujiente fogonazo mientras sobre la mesa aparecía un enorme vaso lleno del refrescante jugo de la chufa.
Cuando Don Federico lo vio, se lamentó: “Tenía que haberla pedido con una pajita…”
Y se bebió todo el vaso de un solo trago.
FIN
AGUSTÍN
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